Probablemente White Bear sea uno de mis momentos favoritos en la historia de la televisión (recordemos que Black Mirror es transmitida en la TV británica).
¿Las razones? Son múltiples. Aunque todas y cada una de ellas podrían resumirse en mi enorme admiración hacia el gran Charlie Brooker, creador y productor de la serie, además de guionista.
Para mí, White Bear no es solamente un episodio que nos aferra al asiento desde su inicio, no. Esta historia, que asumo en cierto modo futurista, aterra por lo actual de su ambientación y por lo actual en su discurso.
Todo comienza con una mujer que despierta confundida en un segundo piso de una casa de los suburbios. Observa píldoras en el suelo, la imagen de la TV transmitiendo una señal extraña, y al descender al primer piso, se encuentra con una foto, que parece recordarle a la que cree que es su hija.
Al salir de la casa distingue a los vecinos mirando, sosteniendo sus teléfonos celulares, como hipnotizados por algún mecanismo o dispositivo que los obliga a filmar.
Luego de unos instantes de confusión, producidos por algunos recuerdos sin orden, aparece un automóvil del que desciende un hombre con un pasamontañas. El hombre comienza a perseguirla, mientras los vecinos continúan grabando y siguiendo toda la acción.
Cerca de una gasolinera se encuentra con una sobreviviente de esta versión del mundo controlado por tecnología, quien le ayuda a escapar del hombre enmascarado y de otros cazadores -como ella los llama- que han tomado el dominio de las calles.
La persecución se extiende y un extraño les ayuda haciendo que suban a su camioneta en dirección al bosque, donde, por segunda vez, el peligro les hace frente cuando este extraño las lleva a una zona con otras de sus víctimas, atadas y crucificadas en árboles para el deleite de un público que se limita a observar.
Tras lograr salir ilesas una vez más, se dirigen a la estación eléctrica White Bear, donde intentarán provocar un incendio para desactivar el dispositivo de control que los tiene a todos hipnotizados. Sin embargo, antes de conseguirlo, los cazadores logran atraparlas, hasta que nuestra confundida protagonista toma una escopeta y amenaza a sus captores, disparando de un arma que expulsa confeti.
Tras esta serie de eventos, se abre una puerta que asemeja al telón de un teatro, donde un gran público aplaude a un cast que hace reverencia. Aquí está la revelación.
El nombre de la mujer que se hallaba encerrada en la casa de los suburbios es Victoria Skillane quien, junto a su novio, Ian Rannoch, secuestró a la pequeña Jem -la pequeña de la foto-, llevándola después al bosque para torturarla y quemar su cuerpo.
Victoria, ahora entendiendo todo lo que ocurre, es transportada entre gritos que la proclaman asesina de vuelta a la casa. Es atada a una silla y obligada a ver lo que ella misma ha filmado y que es el registro único de la muerte de la pequeña Jem a manos de Ian (quien posee un tatuaje igual a la imagen que se transmite en TV). Al mismo tiempo, le es colocado un dispositivo que borra su memoria para repetir la persecución cientos de veces sin que se dé cuenta.
Ahora, pasemos al análisis.
White Bear es el episodio de Black Mirror que reinventa al slasher, es decir, al subgénero del terror en el cine que cuenta las historias de adolescentes siendo perseguidos por asesinos y psicópatas. (Ej. The Texas Chainsaw Massacre, Halloween, Scream).
Charlie Brooker, lleva al slasher a otro nivel, cuando no sólo se propone el escribir un guión con las limitantes y convenciones que este subgénero propone. Con un giro de tuerca, el creador de la serie, ahonda en profundidad sobre dos temáticas que están en constante cambio desde el inicio de la civilización: la justicia y el entretenimiento.
Al principio de los tiempos, las penas que se impartían a los criminales eran de carácter corporal y se ejecutaban en una plaza pública, frente a todos los habitantes de una ciudad o de un pueblo, con dos fines: el primero de ellos -y también el más evidente- era el de advertir a los demás del suplicio físico que sufrirían si cometían el mismo delito que el condenado; el segundo, y casi por consecuencia, consistía en ofrecer una forma de entretenimiento única al público que, de manera dual, se enfrentaba a una situación tanto emocionante como horrible.
Siglos después, las penas se convirtieron en una medida disciplinaria, que pretendía re-educar a los criminales en centros especializados de reclusión. Las penas corporales (o el suplicio) se transformaron en penas que alteraban y modificaban la psique e identidad a través del encierro prolongado.
Con ello, los espectáculos públicos dieron fin.
Mas la violencia, se redirigió a representaciones teatrales y a otra suerte de manifestaciones, que la justificaban sin la cantidad de excesos precedente.
Actualmente, dichas representaciones se trasladaron al lenguaje televisivo y a las convenciones cinematográficas, con programas y autores que utilizan la violencia como medio para expresar diversas ideas del mundo, estetizándola o ironizándola para disminuir su impacto en el público.
Sin embargo, este no es el límite. Con el ascenso del internet como herramienta informativa, existe en la web un número masivo de documentos y material audiovisual que, desviándose de la representación, muestran la violencia y sus efectos sin sensatez a una audiencia que, si bien no la exige, tampoco la evita.
La censura es alta, pero es imposible censurarlo todo.
Las ejecuciones públicas, antes presenciadas en las plazas, ahora se viralizan y pueden ocurrir en cualquier parte del mundo. Sólo se necesita una cámara que lo atestigüe todo.
Sí, la cámara se ha convertido en la nueva portadora de la experiencia: lo que los ojos humanos no pueden capturar, la cámara lo logra.
En White Bear, coexisten la influencia del slasher y un método de impartir justicia cuando menos cuestionable.
La pena que se impone a Victoria Skillane está lejos de las prisiones. Está lejos, incluso, del dolor físico de manera iniciática.
La pena que se le ha impuesto es una simulación de un peligro constante y autoreferencial con su crimen (de ahí las cámaras, de ahí la imagen de los televisores), que al mismo tiempo se convierte en un espectáculo, en una exhibición del sufrimiento. Como el recorrido que hacían los condenados al comienzo de la civilización por las calles de la ciudad o del pueblo. El recorrido de la vergüenza.
Al llegar a los suburbios la pena no concluye. Se reinicia, como la memoria, que se transforma en una tabula rasa.
Tampoco hay elementos disciplinarios, ni aprendizaje.
En un proceso distinto al usual, Victoria Skillane viaja de la destrucción (o más precisamente, del desconocimiento) de su identidad, a la reconstrucción (o más precisamente, al conocimiento) de quién es.
En su espacio de reclusión (más tarde conocido como White Bear Park Recreation) el fin último es el entretenimiento.
Mientras que en la antigüedad, en las plazas públicas, primaba el miedo sobre la fascinación al ver al condenado junto a su verdugo, en este episodio de la serie, en cambio, sólo hay fascinación. Mientras que el público sentía lástima por la víctima en la horca, o a punto de ser tirada de sus extremidades, en White Bear, en cambio, no existe la empatía.
El público, por extensión, se convierte en verdugo, del mismo modo que los espectadores de un vídeo violento y explícito hoy.
Vale la pena recordar el momento en que los espectadores ocupan el teatro, con sus rostros oscurecidos y las luces a sus espaldas. El espectador anónimo es el verdugo más severo.
Tal y como escribía al principio de este breve análisis, White Bear es uno de mis momentos favoritos en la historia de la televisión, ya que logra conjugar la reinvención de la violencia en uno de sus sentidos más populares (hablando estrictamente del slasher), con una crítica que durante los créditos del episodio pareciera alcanzar el tono del documental.
Finalmente, sólo queda preguntarnos:
¿Pod(r)emos comprender el entretenimiento sin hablar en términos de justicia?, o, ¿en tiempos como los nuestros -y con seguridad en el futuro- son (serán) construcciones ideológicas inseparables?
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